viernes, 7 de diciembre de 2007

Literatura fantástica: VAMPIRISMO

El vampirismo se inicia como creencia popular y luego se traslada a la literatura.

Durante la Edad Media, el folclore y la imaginación popular sí tenían una retórica de los monstruos que se fundaba en relatos de tradición oral y escrita, en mitologías religiosas, en pictografías y en relieves arquitectónicos. Luego de la Ilustración y el predominio de la razón sobre la fe, esta retórica se fue postulando como pura literatura. El siglo XIX vivió una renovación del relato gótico y con ello un auge de textos sobre vampiros que constituyeron el verosímil (que retomaría el cine más adelante) hasta crear una figura ideal (platónica) del vampiro.

La problemática principal surge entonces a partir de qué hace que un texto sea fantástico y qué relaciones guarda este con el subgénero vampirístico.

Para tratar más ordenadamente la literatura de vampiros y de terror en general adoptaremos como puntos de conflicto los siguientes:

- el lenguaje

- la enunciación

- la construcción del monstruo

Sin embargo, tomamos las teorías como lo que realmente son: modelos parciales y alternativos de abordar un objeto para definirlo.

El romanticismo inauguró una serie de leitmotives como la tormenta a medianoche que presenta al monstruo iluminado por un relámpago detrás de alguna ventana en un castillo gótico. Esto permitía la fusión gradual entre el ambiente y la aparición espectral.

Con respecto a las descripciones, generalmente se desarrollaban de manera metonímica (manos, ojos, uñas, dientes, rostro) o indirecta, mediante indicios narrativos (retrato especular); siempre de manera modalizada (me parece...) y con la comparación como base.

Otro elemento central es la organización en manos de un narrador omnisciente que, gradualmente, adquiere la perspectiva de la potencial víctima para construir al monstruo a partir de su mirada.

Por último, la dicotomía entre realidad y sueño basada sobre las sensaciones de la pesadilla: pesadez para moverse, imposibilidad de gritar, momentos post-somnum, etc.

En Drácula, por ejemplo, y para tomar una novela paradigmática, las descripciones del vampiro son pobres y pocas. De hecho, están mayormente vinculadas a las reacciones que se despiertan en los espectadores y no a la propia fisonomía. En el siglo XIX los relatos eran extensísimos y reiterativos, es decir, un mismo personaje sufría idas y vueltas sobre un mismo elemento (apariciones nocturnas, ataques a jóvenes y hermosas damas) y permitían un eterno retorno al inicio. El siglo XX, con su extrema velocidad de lectura y su fragmentarismo, requiere de relatos más breves que desarrollan el clásico esquema principio-fin.

Para definir una obra fantástica, como cualquier obra literaria, la entenderemos como sistema, o sea, en la relación de las partes entre sí y con el todo, en su inmanencia.

Un estructuralista, Todorov, enuncia tres características del relato fantástico:

a- la obra debe despertar una vacilación en el lector ideal entre una explicación perteneciente al mundo natural y otra al mundo sobrenatural;

b- esa vacilación puede ser también sentida por uno de los personajes para transferirse al lector;

c- la obra debe obligar al lector ideal a rechazar una actitud alegórica tanto como una poética.

Así, lo fantástico duraría lo que dura la vacilación, aunque sea por un momento. Lo fantástico sería un estado pendular entre ambos mundos; si tomamos una postura a favor de alguno de ellos, lo fantástico se desvanece hacia la razón (extraño) o hacia la imaginación (maravilloso).